De pronto, un viernes cuando nadie lo esperaba, un vocero de la oficina de parques anunció que la fuente en memoria de la princesa Diana estaría cerrada cuando menos durante el fin de semana, aunque ya todos sabían eso porque había una cerca de dos metros de alto que no permitía acercarse.
El memorial fue desactivado por interrupciones en la circulación del agua.
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La gota que derramó la fuente no fueron las hojas que se empecinaban en obstruir las bombas, ni las bombas defectuosas que se obstinaban en no hacer que circulara el agua en el anillo de doscientos diez metros que diseñó la estadounidense Kathryn Gustafson a un costo de seis millones y medio de dólares.
El monumento a Diana, un anillo de granito de Cornualles por el que unas semanas corrió el agua en dos direcciones y a dos velocidades diferentes a la vez, cerró porque dos adultos y un niño se resbalaron y se cayeron cuando caminaban en la corriente definitivamente mansa que para algunos simboliza la vida de la princesa de Gales.
El gusto duró poco más de dos semanas.
Algunos -entre ellos yo- piensan que es una señal inequívoca de que hay arquitectos, diseñadores y artistas que nunca han caminado en el agua.
Algunos más piensan que hay gente que no sabe cómo gastar el dinero de otros.
Pero pocos, quizá nadie, saben qué piensa de todo ésto la Reina Isabel II.
Uno diría que la fuente es lo de menos
Uno diría que la fuente es lo de menos aunque haya costado lo que costó.
La Reina no ha revelado lo que piensa... y es posible que no lo vaya a hacer.
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Tres días después de que se cerró la fuente de Diana, los londinenses despertamos con la noticia de que después de todo el mundo ya no era más seguro pese a que Saddam Hussein ya no es la amenaza que nunca fue.
El gobierno británico nos recordó que corremos el riesgo inevitable de sufrir un ataque terrorista, y anunció una campaña en la que invertirá casi quince millones de dólares para que nadie lo olvide y esté preparado cuando estalle la bomba, se disperse el gas, se disemine el virus, pero también cuando se propague el incendio, crezcan las aguas o se abra la tierra por causas naturales o de otras.
La prensa británica recibió la campaña con desdén, porque en opinión de unos se trata de un ejercicio de relaciones públicas, porque en opinión de otros la información no es suficiente, y porque en opinión de otros otros a la gente le interesan más las aventuras sexuales del entrenador de la selección inglesa de fútbol.
Pero no es ninguna novedad. El director general de los servicios británicos de seguridad advirtió desde octubre de 2003 que quienes quieran atacar lo harán cuando quieran, y que para ellos la paciencia es parte de la lucha.
Tres personas resbalaron y se lesionaron en la fuente.
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El folleto, que todavía no llega a mi buzón, recomienda abastecerse de agua, baterías para lámparas y radios, comida enlatada (pescado, jamón, sopas, verduras y legumbres, cosas así) para subsistir en caso de ataque, y tener a la mano números telefónicos de emergencia.
Y cuando la emergencia se produzca hay que escuchar la radio y ver la televisión (creo que no menciona internet) para ver qué más recomiendan, aunque para eso no necesitaban haber gastado tantos millones, porque es lo que cualquiera haría.
Por supuesto, habrá quienes (como el crítico de restaurantes del diario The Guardian) guarden en su despensa de emergencia tres latas de caviar Beluga, seis latas de sopa de carne de monte, cuatro cajas de chocolate belga, dos jarros de paté, una rebanada generosa de queso fuerte, y una caja de vino Claret, que como todos saben es recomendable para estos casos.
Pero pocos, quizá nadie, saben qué piensa de todo ésto la Reina Isabel II.
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